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Editorial que toca el tema de los árboles como herramienta política y la concepción político-espacial sesgada que supone la defensa de unos y no de otros.

comic arboles

Basta con ver desde el Google Earth el Chaco salteño, el norte de Santiago del Estero y Jujuy para reconocer cómo opera la destrucción del espacio por la simplificación de los agronegocios en esa zona. Mandando topadoras seguidas de hombres armados se destruyen miles de hectáreas y remueven a los habitantes originarios a la fuerza por ser obstáculos para la maximización del lucro.

Por el lado del Nordeste Argentino, un reportaje del diario Tiempo Argentino, escrito por el periodista Fernando Pittaro y publicado el 9 de octubre de 2011, citó un informe técnico del 22 de septiembre de 2010, suscrito por la Administración de Parques Nacionales, que da cuenta de que Empresas Verdes Argentinas S.A. (Evasa) y Las Misiones S.A., ambas controladas por la Universidad de Harvard, incumplieron la Ley Nacional de Bosques. Según la declaración jurada tributaria de 2011 realizada por Phemus Corporation, la Universidad de Harvard reconoce tener al menos once sociedades de explotación forestal en Chile y también inversiones en negocios forestales en nueva Zelanda, Rumania, Brasil, Ecuador , Panamá y Letonia, además de las de Argentina. La Delegación Regional NEA (Nordeste Argentino) de la Administración de Parques Nacionales indica que: “una parte de las forestaciones (plantaciones de pino) de la empresa EVASA se encuentran instaladas dentro de la Reserva Provincial Iberá (Corrientes) y en una zona de interés para el establecimiento de un corredor biológico que comunique dicha reserva con el Parque Nacional Mburucuyá, ubicado al norte de la misma”. Según explica el informe, “el reemplazo de las áreas de pastizales existentes entre ambas reservas interrumpe la conexión ambiental y atenta contra la conservación de especies de flora y fauna amenazadas como lo son: los palmares de ‘yatay poñí’; una especie de ave típico de pastizales húmedos, como lo es «el yetapá de collar», y el cérvido más grande de Sudamérica: «el ciervo de los pantanos»”. El informe estableció que “la superficie total de pastizales naturales que la empresa ha conservado en este campo es mucho menor que la exigida por la ley” y que, además, incumplió la reglamentación que exige “la presencia de una franja de amortiguación sin intervención de cultivos ni operación de herramientas agrícolas”. El reportaje publicado por Tiempo Argentino en 2011 dio cuenta de la fuerte presencia de Harvard en la zona de Corrientes, señalando que desde 2009 explota más de 84.260 hectáreas en los Esteros del Iberá, una de las mayores reservas de agua dulce del mundo.

En medio de esta destrucción de los ecosistemas tanto por mecanismos simplificados como por venta de tierras, Cristina Kirchner declamó hace poco, con tono épico, que “no vamos a tirar un sólo árbol”. Y agregó: “Los árboles no se tocan, son sagrados”. Los árboles sólo podrán ser cortados “sobre mi cadáver”, remató, quizás en la afirmación más surrealista que haya hecho en todo su mandato. También fue surrealista pero emotivo el ensayo cargado de afecto por los árboles que Ricardo Foster, talentoso filósofo oficialista y miembro activo de Carta Abierta, escribió en estos días en Página/12. Allí Foster proclamó su «amor» incondicional por los árboles por su «bondad y lealtad» así como su «odio» hacia quienes los destruyen. Foster agregó: «Siento en ellos cómo brota lo esencial, lo que perdura, aquello que sortea la frivolidad de los portadores de falsa eternidad».

La repentina pasión y amor por los árboles de Cristina y su vocero filosófico, claro está, fue generada por una coyuntura política particular: las protestas que generó en Buenos Aires la tala de más de cien árboles en la ciudad por parte de líder máximo del anti-kirchnerismo nacional, Mauricio Macri. Pero lo que define a estas intervenciones fuertemente emocionales en contra de la destrucción de esos árboles no es tanto la obvia situación concreta sino la forma en que su notable selectividad por defender ciertos árboles, y no otros, expresa una geografía afectiva particular, definitoria de lo que algunos proponen llamar La Argentina Blanca. Esta es una categoría compleja, evasiva, que es importante analizar justamente porque la “blanquitud” y sobre todo su naturalización en percepciones afectivas del espacio es uno de los grandes temas hechos invisibles y tabú en las narrativas dominantes de la Argentina. Pero valga aclarar que no se concibe a La Argentina Blanca como un objeto acotado reducible a la gente argentina que es “blanca” o descendiente de europeos. De la misma manera que hay argentinos rubios y de ojos celestes como Osvaldo Bayer que siempre han luchado contra La Argentina Blanca, hay argentinos con sangre indígena como el ex-gobernador de Salta, Juan Carlos Romero, que siempre han sido sus grandes defensores. Esto es porque La Argentina Blanca es un proyecto político-espacial, y una postura espacial y afectiva, que ha sido definitoria de la historia nacional: el intento de hacer del país un lugar blanco y libre de indios-mestizos-negros, o por lo menos un lugar donde no se note demasiado que la mayoría de la nación es morocha. Este es un proyecto utópico y acosado por el vértigo que le genera la imposibilidad de su realización ante la realidad de las multitudes con rasgos indígenas, pero que ha definido a las elites nacionales desde las masacres de gauchos lideradas por Sarmiento en Cuyo y las masacres de indios lideradas por Roca en Victorica (localidad de La Pampa), en Pampa-Patagonia y el Gran Chaco hace ya más de un siglo.

La gran paradoja es que el kirchnerismo, del todo establecido desde el contra-poder popular constituido en las calles por la insurrección de 2001, ha sido el primer proyecto político desde Perón que le disputa poder, de igual a igual, a la más reaccionaria y racista de La Argentina Blanca. De allí el profundo odio que el núcleo duro de La Argentina Blanca expresa por el “populismo zurdo” de La Yegua y por esos «negros de mierda» que la votan «por un plan y zapatillas». Ese es, sin duda, el gran mérito histórico del kirchnerismo: haber desafiado a los viejos dueños de la Argentina, que crearon su riqueza sobre el saqueo capitalista del «desierto». Pero la voluntad de Cristina de desafiar tiene claros límites. Aliándose con lo peor de los feudalismos provinciales, el kirchnerismo ha apretado el acelerador de la maquinaria destructiva con la que La Argentina Blanca, la misma que lideró las protestas de «el campo”, está arrasando con espacios mestizos-criollos-indígenas en zonas rurales. El que Cristina y Foster digan sentirse afectados y emocionados por la destrucción de árboles como si millones de árboles nunca hubieran sido destruidos por el modelo sojero que ambos promueven confirma algo importante, y es que el ala izquierda del kirchnerismo (o lo que queda de ella) sólo puede seguir tolerando a su propio riesgo. Lo que el silenciamiento de la incineración de los árboles del norte hace transparente es cómo el gobierno ha abrazado como propio, con su retórica progresista y sus planes sociales, financiados con el propio saqueo rural, el proyecto espacial y afectivo de La Argentina Blanca: el hecho que no los afecte la devastación de millones y millones de árboles igualmente vivos y e igualmente nobles en nombre del progreso (siempre el progreso), pues esos árboles son sentidos como que no cuentan por ser parte de una geografía lejana al ideal europeo de La Argentina Blanca. Esas zonas pobres, de árboles sin valor, que alimentan, como hace siglos, formas aceleradas de despojo capitalista.

Pero es necesario hurgar más detenidamente en los parámetros raciales y espaciales que se esconden detrás de los recientes llamados a inculcar un afecto con los árboles como seres nobles que son parte viva de nuestra tierra. Foster aclara de entrada que su “elogio y defensa de los árboles” está geográficamente delimitado. Su ensayo es un homenaje a “los árboles de Buenos Aires”: esto es, los árboles de La Argentina Blanca. Esta localización hace invisible esos otros árboles: los sacrificados en el altar del modelo extractivo kirchnerista. Macri, desde ya, cultiva exactamente la misma geografía afectiva y con aún más selectividad. El líder del PRO, puesto contra las cuerdas por meter motosierras en plena Avenida 9 de Julio, replicó que el gobierno nacional había destruido más árboles que él. Los árboles se volvieron, de repente, armas políticas incluso para un miembro de la elite de La Argentina Blanca. Claro está que, siendo justamente la Gran Esperanza Blanca de la vieja guardia de La Argentina Blanca, Macri no se refería a esos millones de árboles devastados en tierras mestizas cuya destrucción él también apoya con entusiasmo (después de todo, el representante del PRO en Salta es el “Rey de la Soja” Alfredo Olmedo, destructor de cientos de miles de hectáreas de árboles y feroz expropiador de tierras criollas e indígenas). Al igual que los árboles de Foster y Cristina, los ejemplares vegetales cuya destrucción Macri denunció están en la gran urbe de La Argentina Blanca: los que, según él, tiró abajo el gobierno nacional para hacer la exposición de Tecnópolis. Abanderada de una nueva causa, Cristina respondió con un gran despliegue, mostrando fotos satelitales del predio de Tecnópolis antes y después de la feria que “demostraban” que tal destrucción de árboles no había existido. Estos cruces verbales en defensa de los árboles están marcados por una misma mirada que está sesgada en su espacialidad. Esto nos muestra que Macri, Cristina y Foster comparten, en cierto punto y a pesar de sus peleas, el mismo paradigma espacial y afectivo de una nación que está tan racializada, que ni los árboles escapan a la obsesión no del todo consiente de hacer invisibles a los espacios indios-mestizos, como espacios que cuentan menos que aquellos celebrados por La Argentina Blanca. Al decir del mismo Gastón Gordillo: dime qué tipos de árboles te preocupan y cuáles ignoras, y dónde está cada uno, y te diré quién eres.

Cristina agregó un detalle no menor sobre cuáles son las geografías del país donde los árboles sí tienen valor. Cuando dijo que los árboles son “sagrados”, aclaró “por lo menos aquí en El Calafate”. La Patagonia ha sido un espacio neurálgico en el proyecto de blanquear y por ende ‘des-indianizar’ el espacio de la nación. Las elites nacionales siempre han hecho grandes esfuerzos por europeizar la Patagonia, y asemejarla física y arquitectónicamente a los Alpes suizos o alemanes. Y ello ha significado presentar a la numerosa población mapuche originaria de la Patagonia como “extranjeros chilenos”, entre otros motes.

Los centenares de millones de árboles igualmente argentinos que han sido hechos pedazos y siguen siendo devorados por la voracidad despiadada de “boom sojero” no cuentan para Cristina o Macri como realmente existentes porque no están en Buenos Aires o en la Patagonia, sino en los espacios más mestizos e indígenas del territorio argentino: Santiago del Estero, Salta, Chaco, Formosa. Estos son reductos de las poblaciones rurales que descienden de aquellas personas que ocupaban el país antes de que llegaran los barcos huyendo de la miseria de Europa, y que ahora están siendo sometidas a un acelerado proceso de saqueo y expropiación. En la escala de valores de La Argentina Blanca, en estos lugares de calor, polvo y pieles oscuras, el valor degradado de sus árboles es equivalente al valor degradado de sus gentes. Esos son árboles y personas que no cuentan: un conglomerado de maderas de algarrobos, quebrachos, palos borrachos, y de carne de seres humanos, wichí, criollos, tobas que conviven bajo una misma geografía desgarrada. Esta amalgama humano-vegetal-espacial siempre ha sido mirada con desprecio y de reojo desde Buenos Aires, Rosario o El Calafate, como esa zona exótica, extraña, distante, no-blanca de la Argentina.

Si estos árboles de piel oscura que son despojados de valor, nobleza y bondad sobrevivirán en el futuro, en espacios cada vez más reducidos, no será por la sensibilidad de las elites urbanas, sino porque la gente que vive a su alrededor le pone el cuerpo, desde hace años, y con crecientes formas de organización y solidaridad, a las topadoras y a los matones armados que los acechan. Como escribió Sarmiento, la sangre de gauchos e indios es barata y desechable. Esto es recordar la época dorada del “granero del mundo”, a la que La Argentina Blanca, esta vez de la mano de la soja, siempre sueña con volver.

Nota: el título y buena parte de la información corresponden al antropólogo argentino Gastón Gordillo.